Las viejas
“No, Concepción, es non c´elo!,” gritaba alguna desde el fondo del aula, intentando desafiar la sordera de la otra. “¿Cómo?” exclamaba Concepción sin entender nada y ajustando sus anteojos mientras abría los ojos, tratando de imaginarse remotamente qué significaba lo que decía la hoja que tenía enfrente, mientras su abultada cabellera se agitaba, a pesar de los litros de spray que visiblemente contenía. Mientras tanto, la professoresa (que dicho sea de paso, podría haber sido la nieta de cualquiera de sus alumnas) intentaba un tímido “Shhh” para conseguir el silencio que debería rodear todo examen. Era inútil. Todos los meses tomaba una prueba, y todos los meses sucedía lo mismo. A partir de agosto, desistió y dejó que se copiaran sin hacer comentarios. De todos modos, reconoció, nunca me deben haber escuchado. Las viejas asistían a su clase de italiano los martes y jueves de 16 a 17 horas. Viejas del barrio, que iban sumando amigas y conocidas a la clase, con sus recomendaciones en el mercado (“No sabés qué buena es la profesora”, “Jovencita pero sabe mucho”, “Y el libro tiene dibujitos muy claros…”). Las demás viejas no se hacían esperar: robándole una hora a la siesta, se iban a la calle Tucumán, con el librito amarillo bajo el brazo, y un cuaderno Rivadavia como los que deben haber usado cuando cursaban primero inferior. Alguna de ellas, de vez en cuando, sentía la honorable responsabilidad de aconsejar a las esporádicas alumnas jóvenes que intentaban estudiar italiano en esa clase. “¿A qué te dedicás, querida? Ah, ¿estudiás? Yo también estudiaba. Me anoté en Derecho…” Ante la tímida suposición de la interlocutora (“¡Qué bueno! ¿Quería ser abogada…?”), la respuesta –con una expresión mezcla de asombro y “entendiste todo mal, querida”- no se hacía esperar: “¡No! Me anoté en Derecho porque buscaba marido… podría haber sido Ingeniería, también”. Y el remate explicaba porqué ningún hombre ni ninguna mujer de menos de sesenta integraba esa clase: “Claro, cuando conseguí novio, dejé”. Mientras la vieja sonreía con superioridad, la nueva alumna abría los ojos y se escuchaba un resignado suspiro de la profesora. Sin dudas, la nueva alumna no volvería nunca más. Charlando sobre sus vidas en un cocoliche indescriptible, las viejas la pasaban bien. Un día una de ellas, la chilena, anunció que se volvía a su patria. Entre besos, saludos y pañuelos prolijamente bordados que secaban alguna lagrimita, la chilena, llena de fervor patriótico, sacó de su cartera una enorme botella de pisco, que procedió a servir en pequeños vasitos plásticos. La profesora, azorada, sólo alcanzó a decir “A Lidia no le sirvan, está medicada”. Todas asintieron, mientras Lidia seguía en su mundo, sin enterarse de lo que pasaba a su alrededor. Esa tarde salieron del aula con los chachetes rosaditos y los ánimos alegres.Sin embargo, y a pesar de las particulares condiciones de su clase, las viejas triunfaron. Bueno, casi todas. Al fin del curso, Concepción no pasó a segundo año, pero no le importó demasiado. Unos meses después, se la vio por el barrio con un librito azul de francés y un nuevo cuaderno Rivadavia, forrado con papel araña rojo. Cuento de Gabriela Pedranti, entre otras cosas hacedora de http://www.aroundbarcelona.com/
1 comentario:
muy bueno!!!! ups.. yo tampoco termine nada.. pero de marido ni hablemos!! mmm estudie italiano un año tambien... seré la vieja "comosellame"?? lo unico que la profe tenia mi edad maso.. extraño un poco el ir a la calle Tucuman.. el cafecito en la esquina con Rodriguez Peña.. pero me dejo un par de buenas pendex amigas.. estas no se espantaron.
Saludos..
lanonima.
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