Apoyado mi mentón en mi mano, con la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante, sentado, sentía la sal caer desde mi rostro y formar un pequeño cumulo blanco azulado por la escasa iluminación, en una mesa desequilibrada, un par de décadas atrás una joven le había sonreído, un par de décadas atrás su piel era una superposición de telas agrias, quizás menos que ahora, no entendía por qué aquella joven desconocida le regaló esa sonrisa , que solo existió en un encuentro fortuito de no más de diez segundos, volvía una y otra vez a él, esa boca pequeña que como una flor recién desata un hechizo rojo. Ahora que la gente caminaba de espaldas, cuando las voces repetían una y otra vez no más de veinte o veinticinco palabras, con tormentas lentas y relámpagos flacos, con incomodas almohadas invocadas como las más tiernas y tersas, con el relato de aquellos que intentan una ingenuidad inexistente. Ahora la sal sigue seca sobre esa mesa absurda y que se dirige al fuego.
Carlos Leiro
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