22 abr 2010

Necesidad de los dedos, uñas que engañan la suavidad del meñique. Niño…
Un tornado de alfileres y piolines, tiembla el mundo no las manos. Calma…
Aquí. Presente, pasado, estallidos de corazas, muros empecinados en caerse.
Dolor susurrado, apilado en robustas láminas. Del oriente de tu sed allí debajo del sudor.
Ver mi caída, en dos desiertos discretos, de rocas, también de huellas, ambos sin luna.
No es oscuro el interior, primaveras e inviernos de colores se disputan las esquinas,
Mi boca, su boca, tu boca. Mi corazón expulsa aquel río que jamás desorienta. Nadar,
Alcanzar la palabra, torcerla, morderla, partirla, al fin sentado sobre aristas leves, mirar.
Todo mi costado de agua, entre tigres, acorralado por relámpagos de madera verde,
Saber sin líneas puras, hacer de mi lengua látigo. Correrse, saltar, colgarse, estar quieto.
Arrancar arbustos crecidos entre brújulas.
Aquí más no sé, aroma a olvido y rodilla,
Recostado y húmedo, sin viento, agotado, muerta la tierra por debajo, licuado el cenit,
Sin articulaciones, con huesos blandos, arqueados, robados a un saladero abierto,
Darme vuelta, con la necesidad de cada minúsculo tejido, dejar el suelo, mirar, mirar.
Mirar, la clara estrella a través del opaco “celeste azul” del mediodía, mirar una y otra vez.

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